Las imágenes se sucedían en
mi mente, una tras otra, tan deprisa como si estuviera viendo el
exterior desde una ventana de tren. Todo eran recuerdos, todo era mi vida, solo
bastaba con cerrar los ojos y echar la vista atrás.
“…En la cocina se olía
a humo de leña. La comida se estaba preparando, y mi abuela y yo cortábamos las verduras.
-Abuela, yo quiero ir
a la escuela.
-¿Pero que dices, hija?
La escuela es para los hombres.-dijo ella remangándose y limpiando de sus manos
los restos de verduras.- Tu no debes de ir, no vale para nada. Solo debes de
aprender a hacer todo lo que hacemos yo y tu madre para cuando te cases, y
además tienes que cuidar de todos tus hermanos.
-Pero abuela,¡quiero
ir a la escuela!-dije con rabieta
infantil
-No lloriquees más y
sigue pelando las patatas-dijo a la vez que me arreaba un guantazo…”.
“…olía bien, y las
luces con sus distintos matices de colores lo iluminaba todo. La música sonaba
de fondo, un grupo tocaba alegres canciones que hacían que la velada fuera perfecta.
Todos estábamos allí, mis amigos, mis hermanos, mis primos y los vecinos.
Parejas enamoradas se cogían de la mano y salían a bailar. Atrevidos
caballeros coqueteaban con todas las chicas;
y las risas, las voces, y el calor de la gente lo llenaba todo. La
comida no faltaba, y menos aún el vino. El humo de los cigarros cargaba el
ambiente, pero no lo hacia menos placentero.
Yo era la atrevida, con mi vestido nuevo, salía a
bailar sola, a reírme, a cantar si hacía falta. Me movía tan ligera como una
pluma y sabía que era el centro de sus miradas. Era mi noche, una noche de
libertad y sin tener que fingir lo que no era. ¿Dónde quedaron los prejuicios?
Lejos junto a mi casa, lejos junto con las malas lenguas. Me olvidé de todo, me
deje llevar por el ambiente, bebí vino y fume todo lo que quise, hable con
tanta gente como pude, grite y grité y sin parar de sonreír me tropecé con el
destino: el chico más guapo que jamás había visto, esbelto, sonriente, educado
y un poco loco, al igual que yo. Pronto sentimos que estábamos hechos el uno
para el otro, y esa noche fue una de las mejores de nuestra vida, juntos toda
la noche surgió el amor…”
“…la boda… y la noche
de bodas. El y yo estábamos realmente
enamorados, yo lo sabía. Habíamos salido durante tres años y después llego el
día de nuestra boda. Mi madre y mi abuela siempre decían que había que ser
casta y pura hasta el matrimonio, pero yo nunca lo entendí. Se suponía que era
pecado, pero nosotros sucumbimos a la pasión. No me arrepiento de aquella escapada
en plena noche, cuando vino a buscarme a la casa del pueblo en un imponente
caballo negro. Me llevó con el a la orilla del río, escondidos entre las
hierba, acostados contra la tierra con la única compañía de la luz de la luna,
la cual nos iluminaba con todo su esplendor. Fue una noche fantástica, más de
lo que lo hubiera podido ser cualquier noche de bodas. La boda fue sencilla y elegante, apasionada y
emotiva. Un día demasiado feliz para ambos…”
“…Pero los años pasan.
Se tienen hijos, si. Cuatro hijos tuve, los alimenté los crié los mande a las
mejores escuelas que pude permitirme y los quise tanto y más como pude, pero es
evidente que todo pasa y ellos crecen. Crecieron muy deprisa. De un día para
otro te los ves siendo bebés, después que terminan la escuela, se hacen
mayores, independientes, y por último, se van de casa y te dejan sola.
Demasiado sola, tanto que a veces se olvidan de ti, como si solo hubieras sido
algo más en sus vidas que ahora les entorpece su camino. Es doloroso. Pero más
doloroso fue la muerte de mi marido, cuando realmente me di cuenta que me había
quedado realmente sola…”
Todo me fue
pareciendo cada vez más triste. Sentía que el mundo era anacrónico para mí.
Todo lo que había conocido ya no estaba. Ya no había pueblos pequeños, ya no
nos conocíamos todos los vecinos. Ahora solo quedábamos cuatro viejos. El mundo
había evolucionado demasiado deprisa, y yo sentía mi vida escapar. Ahora mi
pequeño pueblo era casi parte del centro de la ciudad, ahora todo estaba lleno
de ruido, de coches y de cosas extrañas que no sabía lo que eran. Mis hijos ya
se habían olvidado de mí, hacia mucho tiempo. Sabía leer y escribir a malas
penas, pero me era suficiente. Solo tenía el consuelo de mi pequeño gato, que
ya estaba algo viejo, la televisión y el menor de mis nietos, que venía a verme
cada semana. Él era el único que lo hacía y eso me producía una alegría
arrebatadora. Me ayudaba en la casa e incluso a veces me contaba cosas sobre la
vida, y me intentaba hacer entender como había cambiado el mundo, algo ya poco
asimilable para mi. Intentaba decirme que era exactamente eso de Internet, o
eso de la PlayStation
pero siempre acababa confundiendo términos y olvidándome con el paso del tiempo
de que era lo que significaba. Todas las tardes salía a la puerta y me daba un
pequeño paseo por la acera. No solía salir mucha gente pero me ayudaba a
integrarme con el mundo y a la vez a sentirme más sola. Veía a la gente pasar,
a los jóvenes, que me miraban mal, quizás por el simple echo de ser vieja, quizá
por parecerles un estorbo. Esos podrían ser nietos míos y yo ni saberlo. Van a
su bola, a su libre albedrío, sin pensar en los mayores, sin pensar en mí, que
me tienen en el último cajón de sus preocupaciones. Me siento casada, agotada,
y vieja. Me toco mis arrugadas manos llenas de manchas y noto como en ellas
caen de mis ojos las pocas lágrimas que aún soy capaz de derramar.
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